Según la tradición, Alhué está regido por espíritus que deambulan, almas de muertos, aires de ultratumba… y aquí, en medio de solitarias montañas, encuentra un buen lugar para vivir su lejanía fantasmal. Es que siempre estuvo entre el cielo y la tierra, o “entre Pichi y Talamí”, suelo en el que nació el diablo, según cantó la cancionera Cristina Miranda y que fue corroborado en libros que hablan de los amores del maligno, de sus metamorfosis y sus modos de nunca morir.

Aquí mismo, en esta Villa de San Jerónimo de la Sierra de Alhué, apartada de todo.

Todo comienza —para el viajero— en una carretera que desde Melipilla se desprende hacia el sureste; uno de los recorridos que más bellamente resumen la paisajística del Chile Central, casi litoral.

Ese familiar tránsito a ras de valle, entre colinas bajas, un estero de vez en cuando y siembras por doquier, maíces y frutales. El espacio se amplía desde Las Cabras o Loyca (un lugar de músicos). Siempre entre cerros, el camino entronca con lo que fue la gran Hacienda Alhué, territorio humanizado por nogales, tunales sorprendentes en su magnitud y, sobre todo, por ese océano de viñedos infinitos que van desde la carretera al pie de monte; a veces seccionados por álamos que le ponen orden y rumor de vientos a tanta infinitud.

Antes de llegar a la Villa Alhué, una interesante Calle Larga urbaniza ese antiguo fundo que lentamente se hace ciudad. Una escuela, un cuartel de Bomberos, nombramientos de calles… existen allí en donde hace pocos años la única medida fue la amplitud salpicada de breves macizos de árboles nativos. Esta Calle Larga prefigura lo inminente del crecimiento urbano.

Caprichos y un pimiento

La razón primigenia para fundar Alhué fue porque aquí había indígenas para trabajar. Entonces se lo pensó como un pueblo de indios y en 1585 era una activa Doctrina, lugar en donde se los evangelizaba. Hay noticias de que Pedro de Valdivia lo encomendó a Inés de Suárez, y otras en las que se suceden muchos señores y propietarios durante dos siglos, hasta que en 1739 se descubrieron generosas minas de oro.

Luego de plata. Es el momento en que nació un caserío, una pequeña iglesia y muchos trapiches y fundiciones para elaborar los minerales.

Era tanta la bonanza que en 1755 se le concedió —por el Gobernador Ortiz de Rozas— el título de Villa de San Jerónimo de la Sierra de Alhué.

Hoy, a 264 años de esa fecha, un día martes del mes de febrero, no se ven ímpetus fundacionales (es que en las calles casi nadie circula y los que lo hacen caminan lento y en solitario). Sin embargo, muchas de las cosas que determinaron y definieron Alhué aún están aquí. Su caprichosa postura sobre el damero fundacional, oblicua sobre los altibajos de la topografía. Los cerros, que entran por todas las calles y son el horizonte urbano del trazado, la aprietan y la conforman como un pueblo de montaña. Su inalterable fidelidad al estero Alhué —nacido desde los Altos del Cantillana— que aunque en la actual estación no arrastre agua seguirá siendo una invariable telúrica, compañera de lo cívico. En fin, la Villa regala mucho pasado que es presente: alguna casa moderna sigue las formas de una colonial con corredor apilastrado. ¡Un nuevo pilar de esquina, constructivamente útil y no de adorno! La supervivencia de muros que se desplazan a lo largo de las calles, reforzando la cuadrícula a la vez que construyen la vía y anuncian un interior. Existe uno bellísimo, blanco, con un solitario pimiento en su costado.

Al fin, el centro de Alhué está hecho de fachada continua en los alrededores de la plaza. Luego, la densidad de las construcciones se diluye por las calles que salen hacia los cerros y lo que era residencial se va transformando en feos y sucios erizos, algunos huertos y sembradíos vigorosos, botaderos de basura que desmaterializan un pueblo que tiene atributos para ser el más bello.

Paisaje cercano

Es contradictoria la belleza y alguna fealdad que conviven en Alhué.

Esmero y desidia urbana. Pero es bello caminar algunos pasos sobre adoquines por su sombreada plaza, o descansar admirando el patio/claustro del templo, su casa parroquial frente de los naranjos y el madurar lento de los paltos.

Desde la plaza se goza el pedalear de una jovencita ciclista. Y la conducción de unos caballos al cabestro seguidos por sus potrillos, justo al frente del Centro Cultural que está construyéndose. En la esquina, sobresale la Torre de San Jerónimo, leve de color y materialidad; tanto, que su transparencia la integra dócil al paisaje.

También es un misterio por qué el “Monumental Circus” que hace días estuvo en el pueblo, no se llevó la veintena de carteles que lo siguen anunciando en cada esquina.

Bello y controvertido es Alhué. De geografía elocuente, siempre en primer plano visual hermana su imagen urbana con viñedos, colmenares, álamos y los cerros pedregosos que lo rodean. A la vista, quedan los Altos de Cantillana (2.238 m) y el escarpado Morro Horcón de Piedras. Más cerca, El Asiento, la Roblería Cajón de Lisboa, la Barranca de Piche y Talamí. Lugares que hay que visitar.

Desde algún lugar estará mirando Don Diablo. Es que Alhué se debate entre su picardía y los deseos, no siempre logrados, de desarrollarse de la mano de la cultura secular. Sin embargo, de parte de algunos de sus habitantes se ve una especie de exorcismo que los devolverá a la claridad fundacional.

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